lunes, 2 de agosto de 2010

bon dj

Como muchas de los grandes descubrimientos de la humanidad, la última investigación llevada a cabo por nuestra escuela, la Escuela Pantofenómica de Avellaneda (EPA), empezó por una casualidad: mientras uno de nuestros colegas transportaba importantes datos acerca de nuestros avances sobre el eslabón perdido en la cadena alimenticia del oso hormiguero en el colectivo 129, notó un comportamiento particular en uno de los sujetos a bordo. Sentado en uno de los asientos traseros, este sujeto viajaba reproduciendo una increíble variedad de canciones desde su teléfono celular en un alto volumen. Como todo verdadero hombre de ciencia, nuestro colega tomó su cuadernillo de campo e inmediatamente apuntó las características básicas del sujeto ante la fuerte sospecha de que estaba frente a una nueva especie. La investigación que prosiguió le dio la razón.
Conmocionados por estar ante la posibilidad de tan enorme descubrimiento, pusimos a todos los profesionales de la EPA a trabajar en el campo empírico. Con tres hombres en el campo, la tarea fue igualmente ardua. Como no sabíamos de qué estábamos hablando, el primer paso fue darles un nombre: los Bon-DJ* . Contando con un amplio presupuesto de veinte pesos, podíamos realizar los suficientes viajes en colectivo para cruzarnos con al menos nueve o diez de estos especímenes por día.
Pasaban las primeras semanas de investigación y no lográbamos descifrar por qué esta nueva especie tenía este curioso hábito que implicaba la molestia de los seres tanto humanos como no humanos presentes en el transporte público. Para dar cuenta de ello, y dado que la EPA no cuenta con ningún manual de ética profesional (ni de cualquier tipo de ética), procedimos a aplicar nuestro método por excelencia: la molestia inducida.
Este método, aplicado por primera vez en una investigación sobre los dinosaurios vivos (basado en los aportes de la investigadora Susan G.I. Menes), consiste en la posibilidad del investigador de molestar al objeto de estudio de la manera que sea necesaria. En este caso, la acción llevada a cabo fue el hurto del artefacto reproductor de música de los Bon-DJ para observar su reacción. Sin embargo, cuando observamos que cuando se les arrebataba su reproductor estos especímenes morían, decidimos abortar este método y llevar los cadáveres a nuestro laboratorio para realizar una disección.
Al abrir sus cuerpos, simultáneamente se nos abrió el camino para la explicación definitiva sobre este comportamiento. Estos seres poseen un sistema de alimentación nunca antes visto, al que denominamos “sónico-alimentación sinética”. La sónico-alimentación sinética consiste en un tipo de alimentación que transforma las ondas sonoras musicales en nutrientes esenciales, siempre y cuando el cuerpo se halle en movimiento.
Actualmente estamos centrando nuestros esfuerzos en suministrar estos conocimientos al Estado Nacional para impulsar la creación de nuevas líneas de colectivo exclusivas para los Bon-DJ, pues son una especie en expansión y en la brevedad los colectivos regulares estarán colmados por estos si no se impulsa una política preventiva. Mientras tanto estamos estudiando por qué el uso de auriculares no satisface sus necesidades y por qué nunca escuchan la música que a uno le gustaría escuchar.

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*N. del Autor: El término deriva de la conjunción del sinónimo vulgar de colectivo, “bondi”, con el empleo de DJ. Su pronunciación sería “bondishei”

lunes, 28 de junio de 2010

cold

Arrastrabas una sensación extraña desde que te habías levantado de la cama. Si siempre estabas atento a todo, ese día ni un solo detalle se te escapaba; pero percibirlos no te calmaba. Sentías como si alguien te estuviera respirando constantemente en la nuca, una fría brisa, que al mismo tiempo que te afinaba los sentidos te producía cierta paranoia.
Mientras bajabas por Bolívar pensabas que al sentarte con tus amigos y tomar algo de café te calmarías un poco, pero cuando doblaste en Cochabamba esa respiración fría se convirtió en una caricia helada, y no dejabas de mirar a tu alrededor mientras caminabas esas tres cuadras que te separaban del bar. Apuraste el paso a la par que todos tus sentidos buscaban algo que te llamara la atención. Algún rostro, alguna actitud, algún gesto que te indique qué estaba alterando tan agitadamente tu mundo.
Miraste tu reloj y comprobaste que eran las siete menos cinco antes de cruzar de vereda. Pese a que habían pasado sólo cinco minutos desde que habías doblado en Cochabamba, estabas agotado como si la caminata hubiese sido de varias horas. Sin embargo, tus sentidos seguían afilados y por eso te detuviste cuando viste a un tal Beltrán en la ventanilla de un Ford negro.
La primera bala te impactó en el medio de las cejas, tu cuerpo se desplomaba mientras el resto de los disparos te impactaban. Mientras la sangre enturbecía aún más el agua de la zanja, esa histérica brisa que sentiste todo el día en tu nuca se extendía por todo tu ser.

miércoles, 19 de mayo de 2010

carta

“Yo soy Mario. Si te hacés el loco te mato y te entierro abajo de la cama”. Con la inocencia propia de la niñez, un chico le decía esto a otro entre risas. Sin embargo, al Mario de la frase, Mario César Freiro, de ninguna manera le hubiese causado gracia este juego. Freiro, quien supo ser un buen padre y marido durante algún tiempo, hoy se encuentra prófugo por el asesinato de su esposa, la madre de sus dos primeros hijos. Pero este no fue para él su verdadero crimen. De hecho, dicho en sus propias palabras, disfrutó cada apretón en el cuello de su esposa María, sonrío mientras sus fuertes manos la apretaban ante la inútil resistencia de ella, sintió todo el poder del universo cuando esta cedía, ya sin aire y con los ojos fuera de órbita, a su impulso asesino. Yo soy José Gómez, y una carta de Mario antes de su huida me convierte en la única persona en conocer cada detalle de su historia. Desconozco si alguien alguna vez encontrará este diario, pero necesito vivir con la esperanza de que alguien lo haga para liberar la ansiedad de ser quizás el único que pueda conocer por completo las vivencias de Mario Freiro. Nunca fui muy dúctil para la redacción, así que creo que lo mejor será citar directamente la carta que recibí:

“José: No se qué pensarás de mí a esta altura y probablemente no me importe en poco tiempo. Pero sos la única persona de este barrio que considero un amigo, y esta es mi verdad. Yo amaba a María con toda mi alma, no podía imaginar mi vida sin ella. ¿Qué más podía pedir yo, un tipo que nació en una familia pobre, más que una mina que te quiera, con dos hijos que podían ir a la escuela y comer todos los días, una casa humilde pero que con esfuerzo la íbamos mejorando? Nada más viejo, nada más...Pero nunca pensé que la persona a la que tanto quería me podía tirar todo a la mierda con tanta facilidad. Todo empezó cinco meses antes, vos sabés, el tema de las escapadas...todos lo sabían, pero yo me lo negaba, no podía imaginarme que alguien por quien yo sentía tanto me forrease así. Hasta que la vi. Después de comerme cuatro meses el chamuyo de la tía de Santa Fe enferma, la vi bajarse del auto de ese viejo pelado. ¿Me cambiaba por eso nada más? ¿Porque el botón ese manejaba un Honda cero kilómetro y yo un Renault 12? Me sentí el boludo más boludo y cornudo del mundo, a partir de ese día era verle la cara y saber que atrás de esa sonrisa estaba pensando y riéndose del tarado que tenía enfrente, que nunca la llevó a comer a un buen restorán, que nunca le compró zapatos, o lo que mierda sea que ese viejo tenía y yo no. Fue un mes terrible, en donde todo lo que había sido amor se convertía en odio. No sabía qué hacer, no quería que los chicos vivieran una situación de divorcio, no quería que supiesen que su papá tenía más cuernos que un ciervo, no quería que me señalen por el barrio y digan ‘Ahí va el alce’. Llegué a la conclusión de que la única manera de superar toda mi bronca era una sola: matarla. La idea me comió la cabeza una semana, todavía me acuerdo que en siete días habré dormido cinco horas en total. Cada vez que estaba sólo con ella sentía una mezcla de adrenalina, odio y represión inexplicable, una lucha interna que parecía no tener fin. Hasta que el fin llegó solo. Fue la noche del 8 de febrero del 97. Habíamos vuelto de lo de mi vieja de buscar unas sillas que iban a ir en la parte nueva de la casa y los chicos dormían en su cuarto. Estábamos por acostarnos y ella me dijo ‘¿No me hacés unos mimos antes de dormir Lucas?’. Enseguida lo dijo y se dio cuenta de que pisó el palito sola. Claro, ni se imaginó que yo me venía maquinando hacía un mes, entonces no se la esperó cuando estallé de la bronca, me le tire encima y le tape la boca diciéndole ‘¿Así que el dolape se llama Lucas?’. Por los ojos me di cuenta lo sorprendida que estaba, pero a la vez esa mirada terminó de confirmar todo lo que me había negado a terminar de creer. El odio que sentía ahora sí era infinito, y cuando me di cuenta mi mano izquierda ya estaba apretando su cuello. Jamás pensé que iba a sentir satisfacción en este momento, pero la venganza resultó ser dulce, y a medida que su cara se iba transformando y sus ojos saliendo de órbita, se me iba dibujando una sonrisa cada vez más amplia, y sentía como todo el poder del universo estaba en mis brazos, me sentía Dios juzgando a un pecador en el purgatorio: y su destino no iba a ser el cielo. Finalmente cedió, y la adrenalina que me corría el cuerpo era infinita, todas mis extremidades me temblaban y fui corriendo a buscar mis herramientas. Levanté el piso y la enterré debajo de la cama, no por hacerlo más morboso, pero era la única manera de que sea un crimen perfecto. Y por ocho años lo fue. Con la muerte de María sentí que me reivindiqué conmigo mismo. Sentía que mi trabajo de padre había sido bueno, pero que el más chico había caído en el alcohol por no soportar la historia de abandono que inventé como coartada. Mi conciencia estaba tranquila, después de todo, su madre realmente lo había abandonado al cometer una infidelidad. Rehice mi vida conociendo a otra María, tuve otro hijo. Era feliz. Hasta que esto salió a la luz. No sé cómo no me di cuenta aquel día de que en realidad los chicos no estaban durmiendo, sino que estaban jugando a la escondida y justo cuando llegamos el más chico estaba en nuestro placar. Me di cuenta de que en realidad sí había cometido un crimen. No el de mi esposa, eso fue justicia. Pero había destruido la vida de Luisito, lo condené a vivir por siempre con el recuerdo de su padre estrangulando a su madre, lo atormenté de por vida. Ahora sí, después de ocho años, me siento un verdadero culpable. Me veo a mí mismo en él, soportando un odio infinito y sin siquiera saber por qué lo hice, ¡sin saber que en realidad fue por cuidarlo! Entiendo que haya hecho su descargo y me haya delatado, y espero que así como yo me liberé del odio con la muerte de María, el se pueda liberar luego de su confesión. ¿Si me arrepiento de haberla matado? Realmente no. Sólo me arrepiento de haber matado al alma de mi hijo. Me voy a la fuga, y lo más probable es que no me encuentren. Al menos no con vida. Ahora que sé que lo que yo hice para cuidar a mis hijos solo sirvió para que Luis me odie y se hunda en el alcohol, todo perdió sentido. Sos el dueño de mi verdad, te diría que de mi última verdad. Si me atrapan, tendrás noticias de mi, si no me atrapan...ya sabés cuál fue el final. Espero que puedas entenderme y ponerte en mi lugar.
Con toda sinceridad,
Mario”

A tres meses de recibir la carta no supe mas nada de él. No conté esto a nadie, quizás algún día lo haga, quizás no. En caso de no hacerlo, el que encuentre este diario es libre de divulgarlo, de juzgar a Mario y de juzgarme a mí por ocultarlo. Mientras tanto, como Mario, yo me siento liberado por haberlo redactado en estas páginas.

martes, 20 de abril de 2010

Bostezo

La vida tiene una finitud. Los instantes pasan de largo con la indiferencia del cruel cazador. Es un segundo en el que vivimos, siempre vivimos en un segundo, pero es tan fugaz que no logramos abarcarlo ¿Es lo que nos queda resignarnos a eso? ¿Debemos ser esclavos del reloj, permitir que con sus agujas nos torture a su libre voluntad? Alguna vez el misterioso poeta me dijo: “Corremos todo el tiempo, porque a nuestras espaldas el suelo se desmorona. Y no vamos a la velocidad que queremos, vamos a la velocidad del tic tac, y eso...eso nos desespera. Nos desespera porque es un freno irremediable para algunos; pero lo peor es para aquellos que es un empujón inevitable, que no logran acomodar el pie en una baldosa que ya tienen que saltar a la siguiente, y así van, tambaleándose, sin saber cuándo mirar para atrás y cuándo para adelante, sin tener nunca un rumbo. Pero el secreto, el verdadero secreto, está en los que entendemos que ese suelo a nuestras espaldas no siempre se cae, que nos permite cambiar la marcha, e incluso a veces sentarnos y mirar para cualquiera de las direcciones. Quizás... deba ser un poco más gráfico.”
Luego de esto, su boca se abrió inspirando aire y el resto de su cara desapareció. Pude sentir, como una suave espuma, como todo ese aire cercano me rozaba para ir hacia él. Estiró sus brazos hacia sendos costados hasta tener tendido el último músculo de sus dedos ¿Estaba pasando eso en serio? Pestañé con fuerza, y lo que siguió fue solemne: la punta de sus dedos empezaba a desdibujarse, a estirarse, a transformarse en figuras e imágenes que abarcaban todo el salón. El aire que entraba en él salía por sus extremidades transformando todo en un ambiente inigualable. Permanecí inmóvil, ¿cuánto más duraría ese espectáculo? Mientras me preguntaba qué hacer, su rostro comenzó a aparecer. Lo primero que vi fueron sus ojos, que sin ninguna inocencia ya estaban clavados en los míos; del derecho, se desprendía una lágrima, típica de quien ha bostezado profundamente. Pero esta lágrima era violeta, y para cuando saqué la vista de ella el resto de las imágenes había desaparecido y su rostro ya era el de antes. Sólo esa lágrima que rodaba por su mejilla quedaba como prueba de lo que había presenciado. Pero ¿cómo era posible? Sólo habían pasado unos veintidós segundos y quinientas treintaidós milésimas desde que él había comenzado a bostezar. Entendí que había estado ante lo más infinito de lo efímero. La eterna lágrima se había evaporado al caer al piso, ya no quedaba nada, pero su mirada seguía fija en mí. La acompañaba ahora una sonrisa, que no era de malicia. Era simplemente de burla, él no ignoraba que yo, un lunático de tiempo libre, ya no podría volver a bostezar de otra manera.