martes, 20 de abril de 2010

Bostezo

La vida tiene una finitud. Los instantes pasan de largo con la indiferencia del cruel cazador. Es un segundo en el que vivimos, siempre vivimos en un segundo, pero es tan fugaz que no logramos abarcarlo ¿Es lo que nos queda resignarnos a eso? ¿Debemos ser esclavos del reloj, permitir que con sus agujas nos torture a su libre voluntad? Alguna vez el misterioso poeta me dijo: “Corremos todo el tiempo, porque a nuestras espaldas el suelo se desmorona. Y no vamos a la velocidad que queremos, vamos a la velocidad del tic tac, y eso...eso nos desespera. Nos desespera porque es un freno irremediable para algunos; pero lo peor es para aquellos que es un empujón inevitable, que no logran acomodar el pie en una baldosa que ya tienen que saltar a la siguiente, y así van, tambaleándose, sin saber cuándo mirar para atrás y cuándo para adelante, sin tener nunca un rumbo. Pero el secreto, el verdadero secreto, está en los que entendemos que ese suelo a nuestras espaldas no siempre se cae, que nos permite cambiar la marcha, e incluso a veces sentarnos y mirar para cualquiera de las direcciones. Quizás... deba ser un poco más gráfico.”
Luego de esto, su boca se abrió inspirando aire y el resto de su cara desapareció. Pude sentir, como una suave espuma, como todo ese aire cercano me rozaba para ir hacia él. Estiró sus brazos hacia sendos costados hasta tener tendido el último músculo de sus dedos ¿Estaba pasando eso en serio? Pestañé con fuerza, y lo que siguió fue solemne: la punta de sus dedos empezaba a desdibujarse, a estirarse, a transformarse en figuras e imágenes que abarcaban todo el salón. El aire que entraba en él salía por sus extremidades transformando todo en un ambiente inigualable. Permanecí inmóvil, ¿cuánto más duraría ese espectáculo? Mientras me preguntaba qué hacer, su rostro comenzó a aparecer. Lo primero que vi fueron sus ojos, que sin ninguna inocencia ya estaban clavados en los míos; del derecho, se desprendía una lágrima, típica de quien ha bostezado profundamente. Pero esta lágrima era violeta, y para cuando saqué la vista de ella el resto de las imágenes había desaparecido y su rostro ya era el de antes. Sólo esa lágrima que rodaba por su mejilla quedaba como prueba de lo que había presenciado. Pero ¿cómo era posible? Sólo habían pasado unos veintidós segundos y quinientas treintaidós milésimas desde que él había comenzado a bostezar. Entendí que había estado ante lo más infinito de lo efímero. La eterna lágrima se había evaporado al caer al piso, ya no quedaba nada, pero su mirada seguía fija en mí. La acompañaba ahora una sonrisa, que no era de malicia. Era simplemente de burla, él no ignoraba que yo, un lunático de tiempo libre, ya no podría volver a bostezar de otra manera.